Éticas de crisis y de frontera

04.06.2011 19:36

Cuando leía el texto de Josu Landa para la sexta sesión del Seminario Ética de crisis y de frontera, y llegué al punto en el que se dice que el verdadero sabio es aquel que repulsa toda demagogia, me pregunté si estas mis palabras pudieran dejar de ser pronunciadas para con ello asegurarme que no guardaban en lo más profundo un sentido demagógico; pero seguí leyendo y unas páginas más adelante encontré la aseveración de que Epicuro “entendía que sin paz, sin una concordia mínima, sin un control de los pequeños y grandes poderes en pugna, no es posible una sociedad en la que se desenvuelva una vida humanamente digna”, también leí que la unión de quienes comparten intereses teórico-prácticos, radica en la amistad entre iguales o afines. Doy por sentado, por lo tanto, que estamos aquí, como iguales y con afinidades en común, que un cierto amor nos une.

         “Estos consejos y otros similares, medítalos noche y día en tu interior y en compañía de alguien que sea como tú”, así dice Epicuro en su Carta a Meneceo, y cada noche de esta semana los meditaba yo, ahora lo hago en compañía, la de ustedes. Su regla de cuatro tiene la intención de ayudar a curarnos de las enfermedades de que se duele nuestro ethos, a decir, temer irracionalmente a alguna divinidad, temer a la muerte, temer al dolor y a otros fenómenos.

¿Cuál es la trascendencia de la propuesta ética de Epicuro?, ¿de qué le sirve a las personas una propuesta ética? Pues simple y sencillamente para saciar esa necesidad humana de hallar un lugar en el orden cósmico, pero debemos intentar encontrarlo, no mediante creencias infundadas, sino a través del conocimiento, y este filósofo nos dice que las sensaciones, nuestra mente, los sentimientos, el mismo lenguaje, la anticipación inductiva, la analogía y la argumentación nos ayudan a adquirir ese conocimiento, es decir, Epicuro pretende ofrecernos una imagen racionalista del mundo, para que aceptemos lo admisible y para que descartemos lo rechazable.

Si en aquel tiempo, en el que suponemos que sabían menos, en el que el conocimiento adquirido era menor, ya afirmaba este filósofo que la distancia entre los dioses y los hombres es tan grande que resultaba absurdo suponer un interés de ellos en nosotros, con mayor razón debemos en nuestro tiempo suponer lo mismo. El avance de la ciencia ha corroborado de alguna manera esas ideas epicureistas. Veinte y cuatro siglos después de él, contamos con más indicios para echar por tierra nuestra pretensión absurda de pensar que la naturaleza, que el mundo, haya sido dispuesto por una divinidad para deleite de los humanos.

Por otra parte y según él, la dinámica general del mundo es una concatenación de causas y efectos, uno de nuestros actos producirá un fruto, pero un acto distinto dará origen a una consecuencia diferente. En esto se basa nuestro autor para rechazar un determinismo o destino. Si aceptáramos la existencia de un destino, estaríamos renunciando a la libertad, seríamos prisioneros de una vida ya dada. Por ese motivo, es razonable pensar en un solo ejemplo. Suponiendo que un hombre joven asiste a una reunión en la que se encuentran varias mujeres, él tiene la oportunidad de acercarse a una o a otra, e iniciar una relación que lo lleve al matrimonio. Nunca será su vida lo mismo si está con una que con otra. Sin embargo, no estoy tan segura de que haya tanta libertad, me parece que más bien se trata de una cierta libertad, la que permite la propia naturaleza.

Epicuro dice, en su intento por argumentar a favor de nuestra libertad de elección, que dentro de los componentes de toda la materia, hay corpúsculos que se salen de su movimiento habitual. Sin embargo, yo creo que a esa hipótesis suya le hace falta una explicación mucho más profunda y amplia.

Lo respetable es que en esta forma de pensamiento es más importante la forma de vivir que la cantidad de días por vivir. Así, es mejor vivir cada día serenamente, con tranquilidad, con intensidad, profundamente. En ese cómo radica nuestra libertad, pues nuestra facultad para razonar nos permite conocer, sentir, juzgar y, a fin de cuentas, decidir.

Si consideramos que algunas cosas tienen realidad física y otras son producto del pensamiento del hombre, y que por ello las primeras se clasifican como concretas y las segundas como abstractas, concordaremos en que la justicia no se encuentra ni entre las piedras ni en el agua ni en el aire ni en ningún rincón de nuestro mundo, sino que tiene su existencia en nuestras ideas, tal como Epicuro lo plantea en sus “Máximas capitales”. De acuerdo con él, “lo justo es el símbolo de lo conveniente para no causar ni recibir mutuamente daño”. De tal suerte, y como lo dice Josu Landa, “se diría que no hay una justicia natural”, lo cual pone de manifiesto que solamente nuestra razón es la condición necesaria para articular un orden social a través de un pacto.

         Si aún es válida para los hombres esa idea de justicia, es decir, la convivencia social como una convención, sería adecuado reflexionar entonces en qué tipo de pacto es el que actualmente mantenemos entre nosotros para vivir en comunidad. Parece que la justicia se da más donde cada individuo menos agrede y menos es agredido. Contrariamente, sabemos de grupos de personas cuyo comportamiento casi nos parece irracional. Por lo cual, la razón nos sirve también para pactar y respetar lo pactado, en aras de una convivencia sana y armoniosa. He ahí por qué Epicuro dice que en el uso de la razón estriba la vida civilizada.

Quizá el hombre ha olvidado la evolución de que ha sido objeto, y no se para a pensar en que hace ya varios miles de años, no era el hombre que es ahora. Antes fue un ser primitivo y como tal, su existencia era más sencilla, más natural; conforme pasaron los siglos el sistema de vida se complejizó y durante todo ese tiempo fuimos “coleccionando” necesidades no naturales que ahora no podemos desechar y mucho menos de golpe y porrazo, nos sería muy difícil vivir sin servicios, sin televisión, sin celular, sin adornos, tanto de nuestra persona como de los lugares en los que pasamos la mayor parte de nuestro día –casas, oficinas–, sin facebook, por dar sólo algunos ejemplos, al menos nuestra justificación para no intentar un modo de vida más sencillo alude a esa dificultad.

Pero en esa cultura más compleja, en la que se generó abundancia y lujo, se olvidó que las necesidades naturales de las personas son mucho más fáciles de satisfacer que las que ahora creemos nos son indispensables. Éticamente, en una vida sencilla hay mayor posibilidad de vivir en paz y en armonía, tanto con la naturaleza como con nuestros congéneres.

Creemos, así mismo, que debido al avance en las vías de comunicación y tecnológico, nos hemos acercado más a los otros, y sin embargo esto es paradójico, pues constantemente vemos gente reunida comiendo y cada uno en otro asunto a través de su teléfono móvil, menos atento en convivir con quienes tiene delante. Si como se plantea en este sistema de pensamiento, “el placer es el principio y el fin de una vida feliz”, entonces deberíamos hacer un alto en el camino para pensar en esa teoría del placer pero como ausencia del dolor, del sufrimiento y de la aflicción. Comer una ración moderada para saciar el hambre, eliminará de nuestro cuerpo cualquier sensación de alteración. Sin embargo, ingerir una cantidad abundante de alimentos sólo provocará en nuestro cuerpo pesadumbre y molestias.

Como sucede en nuestro físico, sucede en nuestra mente. ¿Cuántas veces estamos afligidos, turbados? ¿Qué de obsesiones nos aquejan? ¡De actos irracionales están plagados los periódicos y noticieros! Esos actos fueron las consecuencias de preocupaciones, también irracionales. Todo ello evidencia dificultades éticas complicadas. Quizá estos tiempos sean el momento justo para que veamos, como dice Landa y creían los filósofos antiguos, a la filosofía como una terapia del alma. ¿Cómo reaccionamos ante nuestros deseos? ¿Cuáles de ellos son naturales y necesarios y nos liberan de un dolor o de un sufrimiento, al satisfacerlos? ¿En qué nos excedemos? ¿Qué no necesitamos? Quizá sea cierto que nos sería suficiente contar con las condiciones económicas y sociales mínimas. No se trata de ir contra la ley de la vida, no podríamos, sino simplemente de mantener el equilibrio entre el dolor y el placer, teniendo en cuenta que los momentos de dolor son breves, pues la satisfacción se logra sin mucha dificultad si tenemos un control de nosotros mismos.

Ser cautos ante nuestros deseos desmedidos, sobre todo de cosas innecesarias, aprender a conformarnos con poco, sería conveniente, sobre todo en situaciones como la que ahora vivimos en nuestra ciudad. Una preparación ética nos ayudaría enormemente y nos acostumbraría a estar preparados durante los escenarios de bonanza pero también, y sobre todo, para los momentos amargos. Liberarnos de las ideas que nos inquietas nos traerá tranquilidad a nuestros días.

Recientemente me enteré de un artículo en una revista que habla sobre un programa de ayuda alimentaria para grupos de refugiados en algunas partes del mundo. Uno pensaría que alguien que no puede satisfacer su necesidad de alimentos, no tendría un teléfono celular, pero sorprendentemente, se habla de que nada más en África hay 379 millones de usuarios ¡en el 2009!, el continente más pobre. Bien, pues casi 130 mil refugiados en el mundo, que acudieron por la ayuda que brinda el programa mundial de alimentación de las Naciones Unidas, contaba con ese aparato.

Ya para terminar y antes de abordar el tema que tan hermosamente es tratado por Epicuro, el de la muerte, permítanme leerles un grupo de versos de Elías Nandino, que están relacionados con los cuatro elementos que entre los griegos se decía, constituían los cuerpos y que se disgregaban al morir:

 

NOCTURNO CUERPO

 

Cuando de noche, a solas, en tinieblas,

fatigado de no sé qué fatiga

se derrumba mi cuerpo y se acomoda

a la impasible superficie oscura

que le sirve de apoyo y de mortaja,

yo me tiendo también y me limito

al inerme contorno que me entrega,

a la isla de olvido en que se olvida.

 

Separado de él y en él hundido

recuerdo que lo llevo todo el día

[…]

pero al mirarlo así, sin distinguirlo,

indiferente en su actitud de piedra,

[…] yo lo percibo como […]

cómplice de un destino que no entiendo,

[…]

Y por eso al sentirme dividido

y a la vez por su molde aprisionado,

analizo, sospecho, reflexiono

que sus muros endebles que me cercan

son fuego en orfandad, tierra robada,

agua sujeta en venas sumergidas

y aire sin aire arrebatado al aire;

que soy un prisionero de elementos

en honda combustión, que están buscando

fundir los eslabones que los unen

para volver a la pureza intacta

del sitio universal donde eran libres:

la tierra pide su reposo en tierra,

el aire, su acrobacia transparente,

el fuego, la delicia de su llama,

y el agua, la blancura de su hielo,

su cauce o el prodigio de ser nube.

Coincido con Josu en que “uno de los más fuertes obstáculos para la felicidad [o por lo menos para la tranquilidad, agregaría yo] es el miedo a la muerte”. Si usamos la razón y leemos con calma, podríamos coincidir en que la muerte es, efectivamente, la desintegración de los cuerpos y por lo tanto nuestra muerte no la podremos experimentar, y si nuestra propia muerte no nos puede doler, ¿a qué tanto sentimiento irracional? Por ello, más valioso se torna vivir la vida un día a la vez.