La poesía de nuestras emociones

20.03.2009 15:14

Cuando leemos, lo hacemos porque nos gusta el texto que tenemos ante los ojos. Si es uno mismo quien se acerca un libro, la decisión de que sea ése y no otro, tiene que ver con nuestra propia vida, es decir, con nuestros deseos y nuestra experiencia.

            Los libros nos conmueven, nos hacen recordar, todos, no importa el género ni la disciplina. En esa lectura está puesto algo de nosotros mismos. Esto vale por supuesto y con mucha mayor razón, para la literatura, y hablamos en este caso de novelas, cuentos, teatro, poesía. Pero leer poesía es todavía un acto de mayor intimidad, por ser la subjetividad, en una amplia gama de emociones, una de las principales características de este género literario.

            Precisamente en este libro al que ahora me refiero, la voz poética nos habla de uno de los sentimientos más terribles y personales: el dolor, el sufrimiento, y nosotros nos identificamos con esa voz porque el pesar es una de las pasiones que une a los seres humanos. Todos, más tarde o más temprano, pasamos por situaciones llenas de aflicción, cuando el dolor nos toma completos, mente y corazón cargados de tristeza.

            La muerte de alguna de las personas más cercanas a nosotros, de aquellos que muchas veces no sabemos cuánto amamos hasta que los perdemos, interrumpe nuestra vida diaria y en ese momento intuimos que nada será igual, que algo ha cambiado. Cuando eso sucede, el cuerpo sufre y parece que nuestros lamentos no terminarán. La muerte siempre es una tormenta repentina que no da tiempo de resguardarse. Sentimos que esa corriente súbita arrastrará todo, hasta nuestra cordura; no encontramos asidero, algo que nos haga sentirnos en tierra firme. El lastre del dolor parece matarnos a nosotros también.

            Perder a quien amamos nos sume en un calvario emocional. Nos preguntamos qué ha padecido aquel a quien nuestro amor no fue suficiente para proteger. Sabemos que esos últimos días, los momentos finales, tuvo que luchar solo contra quién sabe qué dolores, tejiendo el capullo que finalmente lo asfixia; sumergiéndose en la oscuridad que nada, ni el amor, ni la compañía, ni la compasión pueden ayudar a disolver. La muerte cuelga de su cuerpo, la muerte, rabiosa, lo acecha.

             En esos tortuosos momentos de nada sirven los lazos que nos atan a ellos, la muerte empuja el tiempo que nada ni nadie puede detener. El ser que amamos está indefenso, como si siguiera órdenes, como desahuciado, como animal herido.

            Una vez que vemos el cuerpo amado casi sin vida, como durmiendo sin soñar, dejado a su propia fuerza, a su propia posibilidad de reparación, no nos queda nada más que la esperanza; esperar que los ángeles o alguien superior venga a aliviarlo. Cuando a los médicos ya no les queda nada por hacer, entran nuestros rezos para ayudar, confiamos en la palabra de Dios, pero él a veces no quiere hablar. Sucede entonces, que su cuerpo y su mente no se entienden más.

            Luego sigue el tormento, lavar el cuerpo, preparar los lienzos. Se envejece durante la noche. Una vez en el templo, con el alma en pedazos y el corazón doliente, se acerca la despedida definitiva. Por instantes el dolor es tan profundo que el pánico se apodera de nosotros y deseamos seguir a quien nos deja.

            A esto le siguen las noches, cada una detrás de la otra, noches acompañadas de oscuridad, de llanto, de desesperanza, cuando deseamos que esa persona que ya no está, nos deje en paz, que nos permita dormir, porque el dolor de no tenerlo es más grande que nuestras fuerzas; cuando buscamos dormir como única forma para no pensar, para no llorar, para no extrañarlo, para que no nos duela en la cabeza y en el pecho.

            Después los días, sin ganas de disimular el dolor. Que si se les ve una sombra en los ojos, que si debimos estar cerca, que si un gesto hubiera bastado. El miedo nos toma presos y vivimos como fantasmas, como visión quimérica de los sueños o de la imaginación. Pensamos en lo impensable, en lo que quizá pudimos hacer y no hicimos, en lo que debimos decir y no dijimos… pero a estas alturas ya no hay remedio, sólo nos queda el suplicio, las punzadas en el estómago, la congoja y la desolación…

            Extraviamos sus rasgos, olvidamos el timbre de su voz y nos preguntamos por el color exacto de su mirada. Recurrimos entonces a las fotografías y regresamos a los rincones y a los pasillos a llorar, o a olvidar.

            Cuando las sombras se vuelven apacibles, se desvanecen, el dolor le da paso a la tristeza: sobrevivimos a la devastación. Aunque así parezca en ese instante eterno de dolor, no podemos vivir por siempre amputados, débiles, bramando en la ausencia que nos ha quedado. Intentamos una vida nueva, distinta.

            El río vuelve a su cauce y aquí estamos.

            Precisamente, de todo esto nos habla Jorge de la Parra: de los seres amados, de la agonía, de la muerte, del dolor. Su poesía nos une con nuestros semejantes, con los hombres de todos los tiempos, a través del pesar y de la pena, del arrepentimiento de culpas cometidas o no, de nuestras queridas y cuidadas verdades, de nosotros mismos.

            Cuando los astros se alinean es el primer poemario de Jorge de la Parra del Valle,[1] salido a la luz en el 2008. Jorge se ha presentado en diversos partes del país: en septiembre en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes; durante el mes de marzo en el Museo de las Culturas del Norte en Casas Grandes, Chihuahua; ahora en el teatro Octavio Trías de este Centro Cultural Paso del Norte, en Ciudad Juárez; también se presentó en Querétaro, en el Teatro de la República; en el Centro Cultural de España en la ciudad de México, y pronto estará en Egipto.

            Estamos ante una presentación inusitada. Se lleva a cabo en un teatro o un espacio similar. Hay un moderador, quien primeramente cede el turno de habla a los presentadores, luego al autor: entonces se modifica el escenario, es decir, se retira la mesa y entra un pequeño grupo de música (en Ciudad Juárez fue el cuarteto de cuerdas de la universidad), las luces se apagan y empieza el espectáculo. El autor sale a escena y dramatiza sus poemas. Si ustedes tienen oportunidad de asistir a la presentación de su poemario, no se la pierdan, verdaderamente es extraordinaria, inusual, acompañada de música y luces.



[1] Jorge de la Parra del Valle, Cuando los astros se alinean. Escriba editores, México, 2008.